A Marion Lisbeth le arrebataron la vida hoy. Tenía 35 años, dos hijos con discapacidad y un futuro que el odio truncó con múltiples puñaladas. Sus gritos se ahogaron en la indiferencia de un sistema que nunca la protegió. Buscó ayuda, denunció, confió en la justicia, pero el Estado, cómplice en su omisión, la dejó sola.
No fue solo su exesposo quien la asesinó, sino un país que falla una y otra vez en proteger a quienes más lo necesitan. La impunidad es la norma, la violencia una constante, y la desesperanza una herida abierta.
Marion no es un caso aislado. Su historia resuena en cada mujer violentada, en cada persona LGBT perseguida, en cada periodista silenciado, en cada indígena desplazado, en cada activista asesinado. El poder solo cuida de los suyos; los demás quedamos a merced de la barbarie.
Hoy, dos niños quedaron huérfanos. Hoy, un feminicida camina impune. Y hoy, el silencio de un gobierno ausente pesa tanto como la sangre derramada.